sábado, 28 de mayo de 2011

el consumo de cultura

La cultura va al mercado

La tecnología abarata costos y democratiza la producción de cultura, pero ¿hasta qué punto esta facilidad para producir libros, discos y filmes es beneficiosa para el estado del arte, el público y los propios creadores? ¿Todo producto cultural merece el “aura sagrada” que lo rodea? ¿Quién dictamina lo que vale y lo que no? Tres artículos analizan la cuestión y aportan cifras días antes de inaugurarse, el próximo jueves, el primer Mercado de Industrias Culturales Argentinas.

POR MARCOS MEYER


Hacia fines de la década del 60 un dibujo del hoy injustamente olvidado humorista uruguayo Kalondi se burlaba del drama de un lector que se enfrentaba a lo que para él eran las demenciales cifras de libros editados en el mundo por año, según la Unesco. Traducir al espacio (Kalondi era arquitecto) esa cantidad de nuevos ejemplares alcanzaba dimensiones de pesadilla, algo que se aumentaba cuando se lo pensaba en términos de tiempo de lectura y se mostraba no sólo inabarcable sino que lo que nos quedaba sin siquiera conocer crecía de manera geométrica. Aquello sumía al personaje en una tremenda angustia, ¿qué maravillas se estaría perdiendo? Hoy, que la cuestión de la cantidad en el mundo de la oferta cultural ha alcanzado cifras de ciencia ficción, la angustia parece haber desaparecido y tiende a consolidarse una cierta resignación que lleva a que se consuma sólo aquello que se puede consumir, aunque paradójicamente se consume cada vez más, por lo menos en el aspecto de la adquisición de bienes.
Entrar a una redacción de alguna publicación donde se hable de bienes culturales tiene algo de desconcertante. Pilas de libros, de compactos, de dvd (que ya no son sólo filmes, sino obras de teatro, exposiciones pictóricas, programas de tele) habitan los escritorios a la espera de que alguien venza el tabú de que no se los puede destruir. Y el ritual pasa por colocar aquello que no ha de comentarse en una mesa y avisar que están a disposición de quien quiera llevárselos.
En esta historia menor, que se repite en todos los ámbitos periodísticos, hay en juego más de una cuestión que hoy parece estar entrando en un espacio difuso. La primera atañe al carácter sagrado de los bienes culturales, por eso no se los puede destruir, como se haría con otra clase de bienes. De hecho, la noción de patrimonio juega con esa noción de lo que no debe tocarse.
La biblioclastia, o sea la destrucción de libros, que tiene una larga historia desde la antigua Grecia hasta las quemas de material impreso por parte de los nazis y entre nosotros a cargo de sus émulos locales, nunca se planteó, ni siquiera entre sus más acérrimos defensores, tal como aparece hoy, como una operación comercial, destinada a liberar espacio en depósitos y librerías. Todavía no es una práctica masivamente instalada en el mercado editorial argentino pero es casi un hábito en España, donde los libros no vendidos colaboran con su papel a la aparición de sus sucesores. La imposibilidad de reciclar el papel ilustración hace que cada tanto se consigan baratos libros de arte, entre ellos los de Taschen que ocupan las mesas de ofertas en la calle Corrientes. No todo resulta tan negativo, al fin y al cabo.
El aura sagrada que rodea los bienes culturales hace que hoy parte de la disputa se entable entre ortodoxos y profanos a ultranza, que es una de las características que ha asumido la brecha generacional. Mientras que, en el consumo de formatos musicales, los padres, educados en el vinilo, que exigía una enorme cantidad de cuidados para mantener su calidad sonora, mantienen una relación de devoción con sus discos, incluso con los compactos, los hijos manejan la música con ausencia de soporte, melodías que no existen en ninguna parte hasta que se las pone a tocar y que viajan en mp3s y en I-pods. Música que no se consume en bloque, como ocurría con el LP sino en unidades autónomas, los temas, que no necesariamente están unificados por un criterio. Hasta existe un botón para disparar lo aleatorio: el de random. Esa lucha entre la totalidad y el fragmento se hizo evidente en la resistencia de los integrantes de Pink Floyd a parcelizar El lado oscuro de la luna para su venta en I-tunes.
Pero, como suele suceder alrededor de lo sagrado, su relación con lo profano nada tiene de pacífico. Fue lo que sucedió en el debate acerca de los blogs, que hoy parece tan distante. Horacio González atacó, a finales de 2007, un cierto lenguaje no social que los distinguiría como sistema de escritura, algo que de tan privado no llega siquiera a ser un idiolecto. José Pablo Feinmann estuvo más cerca del núcleo central del debate. “En la Argentina no hay pelotudo que no tenga un blog”, dijo, para luego agregar: “Un jefe de redacción les daría una patada en el culo y echaría a sus autores por la pésima prosa que tienen”. “Ese democratismo me parece agraviante para el lector”; “hay que saber escribir, si no no le hagas perder el tiempo al que te lee”. En ese tráfico enloquecido que parece haberse convertido la circulación de la palabra, se necesita un sacerdote que, al tener acceso a lo sagrado, identifique lo valioso y lo separe de lo efímero. No hay ironía en este diagnóstico de la situación, Feinmann habla de democratismo, la contracara profana de ese valor sagrado que es la democracia.

Producir no es circular
Este es el segundo punto que esta proliferación creciente de productos pone sobre la mesa. Conviene de entrada marcar que la democratización afecta al menos dos etapas de generación de bienes culturales: su producción y su circulación. En el primer aspecto hoy resulta más fácil y económico, tecnología mediante, grabarse un disco, editar un libro (de hecho existen muchas editoriales que ofrecen, de modo realista, tiradas reducidas para autores noveles) o incluso filmar una película. Lo que queda por evaluar es hasta qué punto esta facilidad en el acceso a la producción es beneficioso para el estado del arte, el público y para los propios creadores. Una primera respuesta sería afirmativa, cuanta más amplia la oferta, más posibilidades de elección se le ofrecen al público. Pero, ¿cuántos de esos discos, libros, videos, llegan a destino? Quienes los producen no desconocen el problema. Hay una serie de circuitos alternativos de circulación de material, sobre todo a través de la Red, que no llegan a la superficie pero que garantizan el encuentro entre artistas y público. Sucedió eso con el reggaeton , un fenómeno poco atendido por los medios en determinado momento y cuya información circula por la Red entre adolescentes, que son su público mayoritario.
Grupos de rock se presentan a tocar en Parque Rivadavia y Parque Centenario y publicitan sus actividades a través de sus infaltables sitios web. Pero ese es simplemente un paso previo, si no aparece una discográfica que se ocupe de su material, las chances de perdurar son mínimas. Muchos músicos en esta situación plantean que grabar es como “imprimir una tarjeta”, lo que les permite mostrarle al dueño de algún local un material que lo convenza de contratarlos.
Esta democracia ha llegado de la mano de la tecnología que permite abaratar costos. Con el vinilo grabar un disco por propia iniciativa era prácticamente imposible por lo oneroso y la necesidad de equipamiento sofisticado. Hoy, con una cifra cercana a los diez mil pesos, cualquier músico o grupo musical accede a grabar un disco compacto con su arte de tapa correspondiente. Lo mismo que realizar un video sólo implica el costo de convertir la filmación en un dvd. En la zona de la producción, entonces, la democracia parece ser completa y funcionar a pleno, lo cual permite prácticamente a cualquiera expresarse a través de algunas de las artes que una sociedad reconoce como tales para luego tratar de colocar su producto. Pero el mercado nunca es democrático, casi por definición.
Hay empresas grandes e instaladas que tienen mayores y mejores bocas de expendio para hacer llegar sus productos al público, además de contar con presupuestos que les permiten difundir su existencia. De hecho, determinan aquello de lo que se habla y de lo que se informa. No siempre de lo que se consume.

Cantidad y calidad
Extrañamente, al menos en algunos rubros, no es el mercado sino la disputa en su interior lo que marca el ritmo de producción. Las principales editoriales nacionales han llevado al mercado durante 2010 la cantidad de 22.781 títulos nuevos, sin contar las reediciones y reimpresiones. Ya no se trata simplemente de vender sino de garantizarse un espacio en las librerías a expensas de la competencia. Esta política de inundar el mercado con más productos de lo que es dable consumir tiene, sin embargo, algunos efectos benéficos: hoy es mucho más factible publicar para un autor joven que hace diez años, pues las editoriales precisan títulos para cumplir con su cupo mensual de novedades. Por otra parte, este fenómeno, que no es exclusivamente local, se enfrenta en otros sitios con lo que se conoce como librerías especializadas, que recién están apareciendo en Buenos Aires, sobre todo en la zona de Palermo, donde ciertos best-séllers no se consiguen.
No ocurre lo mismo en el sector de la música donde la retracción en la producción de discos –debida en parte al fenómeno de la piratería– parece compensarse con un importante aumento de la oferta de recitales en vivo, donde la relación del oyente solitario con el disco suele reemplazarse por presentaciones en las que predomina el efecto ritual.
Es decir que tiende a desaparecer la situación emblemática del oyente a solas con el disco, y la escucha de música se ha convertido en una relación que transcurre en público. Las nuevas grabaciones de música popular (e incluso las remasterizaciones) trabajan con una presencia en primer plano de lo percusivo, para permitir que se las escuche en espacios de ruido ambiente, tal como ocurre con un I-pod que se usa en un medio de transporte. De algún modo podría trasladarse esto a los megarrecitales donde la potencia sonora no sólo es una presencia constante sino que se plantea como exigencia del público, pues allí ocurren ceremonias de cuerpo completo –los pogos, que el sonido rebote contra el plexo solar, los cantantes que se arrojan sobre la concurrencia.
El fantasma que rondaba los escritos de Theodor W. Adorno en torno de la industria cultural parece haberse corporizado. Todo se desfuncionaliza, lo creado para ser leído por cierto público termina llegando a otros: los adolescentes consumen los libros de Adrián Paenza sobre matemáticas dentro de una colección pensada para adultos. Un tema musical compuesto dentro de una serie pasa a combinarse con otros de acuerdo al azar y los criterios del poseedor de un Mp 3. Seguramente no es lo mismo una película vista en la oscuridad del cine (una escena que muchos han comparado, con razón o sin ella, con el útero materno o con la caverna de Platón) que en un plasma hogareño, aunque su tamaño y calidad de imagen supere muchas veces lo que puede verse en una pantalla tradicional. Aquí lo ceremonial desaparece para quedar inmerso en lo familiar, no se separa el espacio de la visión de un filme de la cotidianeidad. La experiencia del cine también se seculariza. Puede pensarse que el fenómeno del teatro se mantiene indemne de este proceso de desfuncionalización. Pero hay una práctica, que afecta a las grandes producciones, la de la puesta llave en mano, que de algún modo busca que las imágenes de Chicago (por ejemplo) sean las mismas en Nueva York, París o Buenos Aires.
Son procesos de largo plazo que de tan internalizados no generan debates más que cuando algunas posiciones muy consolidadas (un modelo de intelectual, un modo canonizado de circulación de la música) se ven afectadas pero cuando empieza la resistencia a lo nuevo se sabe que, en la mayoría de los casos, será un gesto sin consecuencias, al menos en lo inmediato. Los debates que se generan no tienen resolución, pero su mayor interés reside en aquello que ponen a discutir: si existe o no una aristocracia dentro de la cultura que componen artistas y críticos que tienen el poder de proponer y dictaminar lo que vale y lo que no, si las imperfecciones de la democracia no se vuelven más manifiestas en el campo de los bienes culturales.
Las angustias del personaje de Kalondi: cuanta mayor es la oferta más evidente es la falt
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